En 1930, John Maynard Keynes, uno de los economistas más influyentes del siglo XX, dictó una conferencia en Madrid titulada ‘La posible situación económica de nuestros nietos’. En ella hizo una predicción que más tarde se hizo célebre: en 2030 trabajaríamos únicamente15 horas semanales debido al imparable progreso.
El pronóstico parecía perfectamente razonable en un mundo donde la ciencia y la tecnología aceleraban la productividad a la vez que las reivindicaciones obreras se abrían camino espoleadas por las durísimas condiciones de trabajo de la Revolución Industrial.
Unos años antes, en abril de 1919, España se había convertido en el primer país del mundo en implantar por ley la jornada laboral de 8 horas (seis días a la semana) de manera generalizada tras las huelgas de “La Canadiense”, una fábrica textil en Barcelona.
Ese mismo año, esta jornada de 48 horas semanales fue precisamente la base de la primera resolución propuesta por una recientemente creada Organización Internacional del Trabajo, paulatinamente ratificada por los países miembros en los años siguientes.
En 1926, Ford Motor Company, una compañía símbolo de la modernidad por aquel entonces, fue más allá todavía y se adelantó al resto de las empresas, reduciendo la jornada laboral a cinco días de ocho horas: las hoy en día muy comunes 40 horas semanales.
Ante estas señales, parecía evidente pues que la tendencia era imparable y que a medida que fuéramos más eficientes produciendo, en una nueva época de abundancia, trabajaríamos mucho menos.